domingo, 7 de febrero de 2010

LOS OTROS

10-02-07


Para mí, los otros son siempre la oportunidad de madurar. Hay quien dice que los otros son como un espejo para uno mismo. En mi caso, he tardado muchos años en experimentar las dos cosas, aunque conocía desde hacía muchos años las dos afirmaciones. Porque, como suelo decir a menudo, una cosa es saber con la mente intelectual, y otra conocer con el corazón, aunque mente y corazón estén unidos en nosotros.

Desde mi perspectiva actual, con los otros - es decir, con la propia pareja, los hijos, los padres, los parientes, los amigos, los compañeros de trabajo o de afición, los vecinos, los conocidos de vista, e incluso los desconocidos con los que nos topamos por la calle o en el metro o el autobús- con todos ellos puedo aprender siempre algo sobre mismo. Por ejemplo, si soy capaz de seguir siendo yo mismo en situaciones en que las controversias suben de tono, pero haciéndolo adecuadamente, sin gritos, sin descalificaciones, sin agredir a nadie. Son los otros –mi relación con ellos- los que permiten darme cuenta de cómo actúo.

Yo provengo de una educación que no es que fuera muy estricta (tipo fascista, por ejemplo) pero en la que el principio de autoridad no se podía poner en cuestión, y menos delante de los demás. Eso lo viví mal, como una forma de autoritarismo (aunque no conociera el concepto), de manera que tuve serios problemas con maestros, profesores, superiores, directores y jefes durante mi juventud. Pero esos problemas no siempre se manifestaron exteriormente (obviamente, porque si no me castigaban, me suspendían, o me echaban del trabajo), por lo que me provocaron sin saberlo sentimientos de rabia que fui guardando y acumulando inconscientemente dentro de mi corazón. Por tanto, gran parte de mi experiencia con los otros en aquella época fue negativa, y eso marcaría mucho la manera de relacionarme con ellos en el futuro.

Sin apercibirme de ello, me dediqué a seleccionar las personas con las que me quería relacionar y aquellas con las que no me quería relacionar. En las primeras, iba a buscar seguridad emocional. Y respecto de las segundas, lo que iba a predominar en la selección sería la desconfianza. Pero en los dos casos, había miedo, miedo a ser herido, miedo a no saber controlar la situación y miedo hacia los otros en general, en definitiva.

Pero no todo eran malas noticias, porque a la vez pude desarrollar dos potentes sentimientos que me han sido muy útiles en la vida: el amor por la libertad y el deseo de enfrentarme a los abusos (y, finalmente, a la ignorancia). Con estos dos recursos (y otros que no vienen tanto al caso), a pesar de mi desconfianza y de mi miedo a los otros, he podido ir edificando mi vida y construyendo una familia, un currículo profesional, unos entornos de relaciones humanas y unas experiencias vitales en todos los sentidos. Sin embargo –insisto- todo ello presidido por unas buenas dosis de prevención hacia los otros, por el daño que, hipotéticamente, me podían causar. Yo ejercía, por consiguiente, el máximo control sobre todo, incluso –ahora lo sé- sobre mis propias emociones, aunque, por fortuna, como nunca tuve el poder absoluto de la dirección, también se colaron entre mis experiencias momentos de goce que me hicieron disfrutar con alegría los dones de la vida.

Con todo, lo que yo no había aprendido era gran cosa sobre mí mismo. Las terapias (y las prácticas meditativas) me han ayudado a abrir mi corazón y a darme cuenta de que, debido a esa rigidez ultradefensiva, los otros habían jugado un papel menor en mi vida hasta entonces en el sentido positivo, y que me había visto privado de sentir emociones que eran y son necesarios nutrientes para el corazón. Y aquí es donde aparecen los otros como una real oportunidad de seguir abriendo los ojos y de seguir creciendo (como se dice ahora) como persona adulta. Porque en mis relaciones con los otros puedo experimentar casi en todo momento cómo puedo vivir sin miedo, cómo puedo enriquecerme con su contacto, cómo puedo cambiar mis actitudes para conseguir estar mejor conmigo mismo y con ellos.

Conozco muchas personas que viven a diario una situación de enfado permanente. Unas con sus parejas respectivas por causa de los hijos, o de los padres o de las tareas domésticas. Otras por cuestiones de trabajo. Otras por el asunto de los emigrantes. Hay muchas formas de vivir mal emocionalmente, y hoy en día (la famosa crisis lo ha aumentado quizás) mucha gente que está muy enfadada tiene (tendría) la oportunidad de crecer y de madurar un poco más como personas adultas. El enfado permanente no es, precisamente, la mejor manera de relacionarse con los otros, y además altera nuestra salud porque afecta a nuestro sistema inmunológico. Y aunque hay quien piensa que manifestando permanentemente su cabreo, con eso lo solucionan todo, mi opinión es que con eso no solucionan prácticamente nada, porque lo único que genera bienestar en nuestra relación con los demás es que la tengamos desde lo que se conoce como el “yo bien y tu bien”.

Si has crecido en un medio donde ha predominado la rigidez y la ignorancia, es perfectamente normal que cueste llegar a captar la importancia de este principio, porque la tendencia, desde lo que hemos aprendido, es a querer tener la razón, a ganar, a imponerse, a mandar, etc. Y sin embargo, las relaciones con los otros, para que sean nutritivas, requieren diálogo, negociaciones y bastante inteligencia emocional. Hay quien plantea las relaciones como una lucha de poder a poder, y no se dan cuenta de que quien gana, aparentemente, no sólo provoca malestar en el que no gana, sino que se daña a sí mismo. Y, si no, observemos qué nos pasa después de una discusión en la que aparentemente hemos vencido. Lo que nos ocurre es que tenemos un gran malestar dentro de nosotros. Por eso digo que la relación con los demás que se base en el poder solamente genera malestar.

La fórmula yo bien y tu bien se refiere a que las opuestas (yo bien y tu mal, y yo mal y tu bien) son generadoras de malestar. Los otros son la oportunidad de practicarla. Funciona. Pero para eso, hemos de ser conscientes de que nuestras conductas han de dejar de ser puramente reactivas (reacciono con enfado frente a una conducta de los otros que no me va bien) para pasar a ser meditadas, adultas (me doy cuenta de que me siento agredido por la conducta de alguien, me detengo unos segundos a pensar y a continuación le digo que no me haga o no me diga aquello que no me va bien; pero sin enfadarme). Claro está que eso requiere mucha práctica, pero hay que tener muy presente que en ello nos va el bienestar personal en nuestras relaciones con los demás.

Entiendo que alguien podría decirme que nuestro bienestar depende también de cómo actúen los otros en sus relaciones con nosotros. Y mi experiencia es que lo más importante no es eso. Porque, aun siendo verdad que los demás nos pueden “invitar” a entrar en un juego “de poder a poder”, siempre podemos darnos cuenta del juego y siempre podemos decidir no entrar en él. ¿Cuál seria el premio? El bienestar personal de uno mismo, porque sería tanto como entender y practicar lo siguiente: Yo no quiero ganar, yo no quiero que tú pierdas, yo quiero estar bien y que no me persigas, yo quiero que tú estés bien y por eso no te persigo.

1 comentario:

anafabiola.fernandez@colegiohermanosmarx.es dijo...

Como tu dices al final del texto, yo también pienso que nuestras relaciones con los demás dependen no sólo de como nosotros los tratemos a ellos sino de cómo ellos nos tratan a nosotros.
En mi opinión,cuando hay algun problema de relación no sólo es porque uno quiera imponer su opinión sobre el otro sino porque cada uno la misma realidad la vivimos de una manera diferente, y eso es muy difícil de cambiar.