domingo, 28 de febrero de 2010

LA EMPATÍA

10-02-28

A mí me ha costado bastantes años darme cuenta de lo siguiente:

En contra de lo que yo mismo podía pensar, a lo largo de la vida, y principalmente, no me he relacionado, desde el punto de vista emocional, con las personas consideradas en sí mismas como individuos únicos e irrepetibles, sino más bien con las personas previamente etiquetadas por mí, o incluso directamente con las propias etiquetas (o sea, con los personajes que yo me había creado en relación con ellas). Me refiero a que he seguido el uso muy extendido entre los humanos de ver en los otros: hombres o mujeres, de nuestro país o de fuera de él, jóvenes o mayores, guapos o feos, limpios o sucios, educados o groseros, jefes o subordinados, cultos o incultos, etc., en vez de los individuos como tales, sin etiquetas. Y eso es lo que hacemos con tanta habitualidad y normalidad, que no nos llegamos a dar ni cuenta. Por lo menos es lo que he podido experimentar en mi caso. Y sobre eso querría reflexionar hoy.

Sucede a menudo que mientras alguna persona nos habla, solemos dar vueltas a cómo es, a cómo está actuando, incluso a cuáles pueden ser sus intenciones al hablarnos, dejando de lado que podemos escucharla y que hasta podemos entenderla. Y también se da el caso de personas que, cuando les hablan de algo sobre una tercera persona, lo primero que hacen, sin apercibirse de ello, es etiquetarla. Si le dicen que se siente enferma, por ejemplo, puede opinar inmediatamente que es débil, que se queja mucho, que no se cuida suficientemente, etc.


O sea que, en los dos casos, establecemos un tipo de relación basado más en nuestros prejuicios o en nuestras apreciaciones subjectivas, que en la persona considerada en sí, individualmente. Y de tal manera lo hacemos así que muchas veces ni escuchamos lo que nos está diciendo el otro, porque tenemos la mente ocupada en nuestras propias valoraciones.

Digo esto porque ahora que está de moda hablar de la empatía, pienso que podemos mejorar emocionalmente si prestamos más atención a las personas en cuanto tales, porque no es posible, si no, llegar a sentir empatía con ellas, entendida como capacidad de entender lo que el otro dice y de ponerse en su lugar. Está claro para mí que si me dedico a especular sobre lo que a mí me parece que es la persona que me habla, será difícil que pueda congeniar con ella o hacerme cargo emocionalmente de lo que le sucede y de lo que puede estar intentando comunicarme.

Los otros, pues, son también una ocasión para que aprendamos a eliminar las trabas que nos impiden empatizar.

A estos efectos, quiero poner un ejemplo. Imaginemos que viene una persona a hablarnos y que, nada más verla venir, lo primero que pensamos es que es muy pesada, pues bien, a pesar de ello, es muy probable que (por educación –según suele decirse) tendamos, sin más, a aguantar lo que nos dice y, en consecuencia, no podremos conectar emocionalmente con ella ni con lo que nos intenta decir. Y yo he aprendido, a este respecto, que no hay nada que canse más que aguantar, y que, al final, aguantar genera rabia.

En cambio, creo que podemos aprender a no aguantar y a ser más auténticos reconociendo internamente, en primer lugar, que aquella persona nos parece pesada, e intentando no hacer ver que la escuchamos, para complacerla. Podemos ser sinceros, sin ser bruscos. Podemos escuchar las primeras palabras de aquello que nos quiera decir, y si es un asunto que no nos concierne o no nos va bien, podemos decírselo con suavidad, adecuadamente, pero con autenticidad y sinceridad. De esta manera sí que la estaremos teniendo en cuenta y la estaremos escuchando de verdad (aunque sea sólo unos minutos) y, por tanto, podremos empatizar con ella en ese momento. Y eso llena mucho emocionalmente.

En cambio, si la vemos llegar y con lo primero que conectamos es con la idea que tenemos de que es muy pesada (y no podemos huir –permitidme la broma) pero tampoco tenemos el valor de intentar ser auténticos, lo que haremos probablemente será aguantar el “chorreo”, no enterarnos de nada de lo que nos dice y enfadarnos con ella y, al final, con nosotros mismos también.

Está claro que en esta reflexión vuelven a salir temas a los que me he referido en otras ocasiones: ser auténticos, no complacer, la conexión emocional, la rabia, etc., pero la novedad está en el asunto de la empatía. Actuar con empatía, para mí, significa una aplicación práctica del Yo bien y Tú bien. Es decir, tú me hablas y yo te escucho hasta donde creo que te tengo que escuchar, pero te escucho de verdad, atentamente, y eso puede producir una conexión entre los dos que me permitirá entenderte y poder ponerme en tu lugar.

En mi trabajo profesional, sobre todo, procuro estar bien atento a todo esto, y a veces me ocurre que me viene a ver una persona y -¡zas!- ya estoy conectando con mis ideas previas sobre ella. Entonces, si me doy cuenta de ello, procuro relajarme y escuchar lo que quiere decirme. Pero, al mismo tiempo, me digo a mí mismo: escuchar no es complacer; si no te va bien lo que quiere comentar contigo o el modo cómo lo quiere comentar, tienes todo el derecho del mundo a decírselo, con suavidad y educadamente; de esa manera, serás más auténtico y estarás a gusto contigo mismo. Y en función de eso, actúo.

Me suele funcionar, aunque he de reconocer que algunas veces se altera mi pulso y que siento tensión emocional.

Este es un ejemplo de lo que yo entiendo por actuar desde el Yo bien y Tú bien.

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