domingo, 27 de junio de 2010

TENEMOS DERECHO A SER FELICES

Todos hemos oído o dicho alguna vez esta frase. Expresa un derecho que se recoge, incluso, en la Constitución política de algún país. Para mí, es la equivalencia exacta de lo que en términos de terapia emocional se dice “darse permiso para ser feliz”. No se trata solamente, pues, de reivindicar frente a los otros y frente a todo nuestro derecho a ser feliz, sino de algo un poco más sutil: concedernos a nosotros mismos ese derecho, darnos a nosotros mismos el permiso para ser felices.

Contra lo que parece obvio, nadie ve la realidad tal como es, sino que la vemos a través de los contenidos mentales que hemos acumulado por causa de los aprendizajes previos, personales, familiares, sociales, culturales, etc. Nuestra mirada sobre el mundo está condicionada por miles de esos contenidos y uno de esos aprendizajes tiene que ver con determinadas prohibiciones comúnmente aceptadas en nuestro entorno. Una de ellas, que está muy extendida, es la de quererse a uno mismo, la de tenerse en cuenta a uno mismo, primeramente, antes de actuar o de decidir alguna cosa. Nuestra tradición judeocristiana (no sé si data de antes) nos ha enseñado y nos enseña (nos insiste) en que hemos de ser generosos por encima de todo, en que hemos de ceder antes los demás, en que no está bien pensar en uno mismo porque eso es egoísmo. Por esa sola razón ya estamos en la línea de no darnos permiso para ser felices, aunque parezca mentira.

La felicidad a la que podemos aspirar razonablemente, según nuestra sociedad y nuestra cultura, tiene que ver normalmente con aceptar nuestro papel social y las funciones que para ellas son “naturales” y adecuadas para cada individuo. De ahí proviene la división por sexos, por clases, por categorías, etc. Y en ese contexto, igual que de una mujer se espera, por lo general, que llegue a ser madre algún día, también se espera que ponga a sus hijos por delante de sus aspiraciones, y no sólo cuando son muy pequeños sino durante toda la vida. Eso, llevado al extremo, impediría, obviamente, que esa mujer concreta pudiera darse el permiso para ser feliz, excepto en el caso en que ese “ser feliz” suyo coincidiera mayormente con el “ser feliz” de sus hijos, en cuyo caso su entorno la aplaudiría y la pondría como ejemplo de mujer y de madre ejemplares.

Si embargo, hasta donde yo he podido experimentar, puede llegar un momento en la vida de cada persona en que sea necesario tenerse en cuenta a uno mismo y darse permiso para ser feliz. Ese momento, generalmente conocido como “crisis personal”, es la gran oportunidad de dejar de ir en la dirección del conformismo, del aguantar, del sacrificarse, del “no querer sentir”, para ir en la dirección que yo entiendo más adecuada: hacia el bienestar emocional. La crisis en cuestión puede plantear en primer término una separación de la pareja, un cambio de trabajo, un más justo reparto de responsabilidades dentro de la pareja, pero, sea como sea, es la oportunidad para optar por la autonomía personal, por la autoestima, por el darse los permisos necesarios, por la no dependencia emocional, por la libertad, por el sentirse bien.

Darse permiso a uno mismo significa quererse, tener en cuenta que a este mundo no hemos venido a padecer, que tenemos derecho a ser felices siendo como somos, cada uno a su manera, y a que los otros nos respeten como somos. Claro está que el miedo (el que la propia familia sin saberlo, la sociedad y la cultura han infiltrado en nuestras venas) nos hará dudar, sobre todo en la forma más depurada que es: ¿No serán actitudes egoístas, las mías? ¿Por qué he de hacer daño a mi pareja? ¿Qué pasará con mis hijos? Estos mensajes, bien grabados en nuestras mentes, nos llegarán permanentemente a partir del momento en que tengamos que decidir algo para nosotros, para nuestro bienestar. Y son mensajes duros de soportar. Sin embargo, progresar hacia el bienestar personal requiere soportarlos y cambiarlos por mensajes del tipo: sólo puedo llegar a estar bien si hago lo que quiero hacer, si actúo de acuerdo con lo que soy, sin menoscabar los derechos de los demás.

Otro mensaje que nos confunde es el de que hay que sacrificarse por los demás. Yo no opino así. Con los demás adultos, hay que negociar, hay que intentar llegar a acuerdos. A los demás adultos, hay que respetarlos como son, no podemos perseguirlos. La idea de sacrificio es parecida a la idea de la inmolación de las viudas, en el hinduismo, cuando muere el marido. Y tiene, de base, una creencia muy hebrea del sacrificio personal para que Dios esté contento (el caso de Abraham en la Biblia y el caso de Jesús de Nazaret en el Gólgota). Parece como si no fuera posible “estar bien” y “ser feliz” si no nos sacrificamos por Dios, por la familia, por la pareja, por los hijos o incluso por una gran idea u objetivo colectivo (el comunismo, por ejemplo). Pues no, yo me rebelo contra todas esas creencias. Y hablo de creencias, no de certezas.

En mi entorno, hay bastantes personas trabajando a diario por alcanzar un mayor nivel de satisfacción en la relación consigo mismas y con los demás. Ese es el camino, para mí. Requiere estar muy atento a los que se mueve por dentro de uno mismo y también a los “juegos psicológicos” que se nos ofrecen desde el exterior. Pero también un compromiso de respetar a los demás, y de no permitir que los demás no nos respeten. Y, por encima de todo, está ese “darse permiso” para sentir como uno siente, para ser como uno es, para estar lo mejor posible emocionalmente, para ser feliz. Este es nuestro principal derecho y mi opinión es que no debemos renunciar a él ni por todo el otro del mundo.

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